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lunes, 23 de enero de 2012

Marina mía I

Primer intento de decirle, con cuatro letras, todo lo que la quiero y lo que me gusta.

                                           Fotografía de Marilele
                                                  

No me hace falta mirar al horizonte buscando la utopía, la encuentro en el arco iris de sus párpados.

Los colores enmarcan sus ojos achinados y, si observo a través de ellos, se abre ante mí un futuro combativo, plagado de viajes con destinos, a veces inciertos, que calmarán su incertidumbre tras su llegada.

Veintidos años pasados construyendo un presente que colma mis anhelos. Por eso sé que solamente ella o su ausencia podrían romperme el corazón.

No puedo darle el mundo de sus sueños, pero sí que puedo dejarla que sueñe con él y acompañarla mientras duermo.


                         ¿Quién no comparte el Delirio de Galeano?
                         ¿Quién no caminaría a su lado tras la Utopía?
                                                       Tú, sí.

      
                                   

lunes, 16 de enero de 2012

La suerte no está echada


El destino está en mis manos. Si lanzo los dados y consigo un repóker de seis, las escaleras se alinearán y podré subir a los cielos, pero, si no lo logro, descenderé directamente a los infiernos. Ya sé que los designios no existen y que la vida es solo parte del juego; la incertidumbre está en si el cielo merece que, incluso, haga trampas. Si flotar durante la eternidad rodeada de ángeles gordinflones será la opción más acertada o si perder en esta tirada me llevará a recuperar el tiempo perdido y disfrutar de los placeres pecaminosos no vividos, porque, entonces, seguro, bendeciré a Satanás.
 ¡Hecho! He elegido mi futuro. Cojo los dados, los agito y espero que el peso de los impares gane, milagrosamente,  en este espacio de ingravidez y me aleje, tras  un chasquido de mis dedos, índice y pulgar, del aburrido Yahveh.


Relato con el que participé en Triple C en Relatos a partir de una imagen Imagen by DamaArt©

viernes, 13 de enero de 2012

Cuento de Navegante






No debía de medir más de un metro setenta y, sin embargo, lo recuerdo como si tuviera la altura de un gigante. Con el pelo y la barba cubiertos de canas, la tez bronceada, y la pipa colgando de sus labios, era la viva imagen de un lobo de mar. A pesar de que durante la mayor parte de las horas del día lo dominaba un humor huraño y protestón, le gustaba estar acompañado; sobre todo de mi abuela que, con una sonrisa o riñéndolo como a un niño, sabía cómo despertarle a la realidad cuando los recuerdos lo embargaban de melancolía.

Y, ése, era el momento que más nos gustaba. A su llamada, corríamos a su lado, deseando que nos hipnotizara con su voz, grave y cadenciosa, mientras nos contaba una de las aventuras que le habían ocurrido en alta mar.

Pero, hoy, en su memoria y como parte de su legado, tras muchos años pasados desde su muerte, soy yo el que voy a relataros una de las historias que nos hizo vivir a través de sus palabras.


Aquel 3 de mayo de 1941, tras 30 días sin avistar tierra, habiendo dejado Estambul a sus espaldas y con destino al golfo de Méjico, se encontraba en su camarote estudiando sobre la carta de navegación el rumbo que debían seguir, cuando el barco dio un fuerte balanceo. Sorprendido salió a cubierta y encontró a toda la tripulación que, extrañada, observaba como unas nubes negras cubrían veloces el cielo, un fuerte viento hinchaba las velas y las olas crecían rápidamente de tamaño.  Para que no se rompieran los palos, dio la orden de que, sin demora, se plegara el velamen, y puso el barco proa a la mar. Fueron horas de una lucha titánica, en un duelo entre la cáscara de nuez, en la que se habían convertido, y el océano, que les ofrecía su cara más temible. Olvidaron el miedo, y todos a una, marineros y oficiales, pelearon contra la fuerza inconmovible de la naturaleza. Y aunque, en más de una ocasión, estuvieron a punto de dar la vuelta y creyeron que morirían ahogados, vencieron. El amanecer llegó acompañado de un sol reluciente y con el agua totalmente en calma. Una vez descansaron de la tensión que se había alojado en sus huesos, y con la nave, a pesar de los desperfectos, lista, continuaron la travesía.

Cinco días más de navegación hasta llegar a su destino; cinco interminables días hasta que pudieron pisar tierra y celebrar que habían sobrevivido. Y eso hicieron. Plegaron velas, ataron los cabos, contrataron a un guardián y se dirigieron a la primera taberna que encontraron en ese muelle de pescadores. Pidieron la bebida más fuerte que tuvieran y brindaron por la vida, por su indestructible barco el "Buen destino", por la tripulación, por el capitán, por la compañía y, brindis tras brindis, fue cayendo una botella tras otra. Hasta que, en el último sorbo, la cara del contramaestre se crispó y de su boca salió una serpiente, que, atontada, trató de huir deslizándose por la mesa. En ningún instante de la galerna que los azotó afloró tanto terror como el que vio en ese momento en los ojos de cada uno de los presentes. No pudo con ellos la tormenta, peso sí estuvo a punto de rematarlos del susto ese ofidio macerado.

Y aquí acaba esta historia. Verdadera o falsa, qué más da. Lo importante es que cada vez que veáis la serpiente, dentro de la botella que guardo celosamente, recordaréis al protagonista de este cuento y, así, habré cumplido la promesa que le hice a mi abuelo, de mantenerlo vivo en la memoria.


La ilustración la he tomado prestada de Sara. Os animo a hacerle una visita  en http://microrelatosilustrados.blogspot.com/ ; disfrutaréis de sus relatos y dibujos.

sábado, 7 de enero de 2012

Tras un mes de sequía

Tras un mes sin escribir, ¡por fin he vuelto!
Lo primero quiero felicitaros a todos el año, y deciros que he echado de menos vuestras letras; intentaré ponerme al día poquito a poco. Y segundo, aquí tenéis este enlace  http://www.exefitness.eu/blog/?page_id=62  por si queréis participar en un concurso de relatos en los que aparezca el deporte y la salud; el premio es en metálico, una ayudita para sobrevivir en 2012. El relato que yo he mandado es el siguiente:

Últimos minutos
Todo tiene un límite y yo ya he superado el mío. Postrado en la cama, espero que llegue el final. Me acompañan mis seres queridos y el médico que va a administrarme el medicamento con el que, por fin, terminará el dolor y la tortura a la que me somete esta enfermedad. Todos lloran a mi alrededor, sufriendo, por anticipado,  mi ausencia. Y mientras sus ojos se llenan de lágrimas, los míos miran más allá. No son escenas de mi vida lo que ven. No son los momentos felices, pasados con mi mujer, mis hijos o mis amigos, lo que revivo: es la visión más bonita y sensual, que se ha cruzado delante de ellos, la que ha recuperado mi memoria.
Han transcurrido doce años de aquel día de 1999, en el que viajé solo a París. Año en el que los hoteles y sus gimnasios fueron el escenario de mi vida. Y en el que hombres y mujeres desconocidos, que encontré en estos lugares y de los que apenas guardo recuerdos, fueron mi única compañía.  
Aquella vez no fue distinta. Tras horas de aburridas reuniones, de insatisfactorias negociaciones, decidí que un poco de deporte desentumecería mis neuronas. Así que me dirigí a la sala de
aparatos y pasé hora y media machacando mis músculos y sudando la decepción acumulada. Agotado, pensé que el mejor final para tanto sacrificio serían unos minutos de baño turco.  Me desvestí y dejé que el vapor me envolviera y, recostado sobre la tarima, di tiempo libre a mis pensamientos. Diez minutos después, cuando ya estaba listo para irme, apareció ella entre la bruma.  Desde el primer segundo no pude apartar mi mirada de su cara infantil, de sus ojos almendrados. Recorrí la distancia desde su pelo, bajando por su nariz, paseando por sus labios, descendiendo por su cuello, hasta perderme por el contorno de sus pechos, ocultos bajo la toalla, que deseé se deslizara y dejara al descubierto el resto de su cuerpo. No cruzamos una palabra, solo nos sonreímos cuando ella se fue y dejó en mi retina una imagen sugerente que no volví a disfrutar, a pesar de que no falté, durante mi estancia en aquella ciudad del amor, a mi cita diaria con el ejercicio. Un recuerdo que ahora regresa para darme consuelo y colorear el gris de mi presente y de mis cinco minutos de futuro.
Con un gesto les señalo que ya es la hora. Mis hijos me besan y se alejan, incapaces de verme morir; el médico introduce en el gotero el elixir de mi muerte y mi mujer me besa, me abraza, pero aparta su mirada. Un error. Si prestara atención vería cómo en mis labios se dibuja una sonrisa, mientras me despido de la vida imaginando qué se escondía bajo aquel tejido blanco.  Una muerte dulce, que no podré contarle a nadie.