Visitas

martes, 23 de abril de 2013

Deberes de Letras Zurdas


Esta vez teníamos que escribir un relato sin adjetivos y, aunque puede parecer lo contrario, no me ha  costado tanto tiempo como el que he estado ausente.






Edén El Africano

Las había dejado en mitad del desierto, con la promesa de que volvería a buscarlas. No recordaba las horas que habían pasado desde la despedida, ni podía calcular los kilómetros que  llevaba andados, pero sí tenía la seguridad de que, con el agua que le quedaba, no iba a llegar lejos; por eso esperaba haber acertado en sus cálculos de que Kanduh estuviera cerca. De vez en cuando utilizaba las manos, a modo de anteojos, e intentaba distinguir qué había en su horizonte. Una de esas veces creyó ver unas casas en la lejanía. El corazón se le desbocó de tal forma que tuvo que hacer un esfuerzo para calmarlo, con el trago que le quedaba en la botella. En cuanto consiguió que sus latidos se serenaran, retomó el camino, dispuesto a no parar hasta llegar a su destino. Un recorrido de horas bajo un sol, cuyo objetivo parecía que fuera concentrar sus rayos en la figura de este hombre. Cuando se encontraba a unos 200 metros, hizo un alto para estudiar qué se podía encontrar. Solo era una aldea, en la que, por más que observó, no se veía movimiento, ni se escuchaban voces. Llegó a la casa que encontró primero y llamó a la puerta; tras unos minutos de espera, en los no obtuvo respuesta, se dirigió a la siguiente y así, una tras otra, repitió el proceso.
Al no contestarle nadie, un sentimiento de pesadumbre se apoderó de él. Pero no fueron más que instantes hasta que tomó la decisión de seguir por un sendero que llevaba a un grupo de palmeras, que podía indicar que allí había agua. Mientras recorría la distancia, paseó la mirada por la belleza de los colores del paisaje, de las sombras que el Sol dibujaba sobre la arena, del viento que parecía susurrarle al oído mensajes de ánimo, pero la realidad lo golpeó  brutalmente cuando se encontró el cuerpo sin vida de una anciana. Ese fue el comienzo de una escena que lo aterrorizó. La visión de un camino sembrado de cadáveres de mujeres, de niños, que lo guió hasta lo que debía ser el pozo que abastecía al pueblo, al que no le quedaba ni una gota de agua, como a él. Se derrumbó y la pena que se adueñó de su corazón brotó en forma de alaridos que se unieron a los graznidos de los cuervos, que le sobrevolaban. El rostro de la muerte que lo rodeaba se impuso a la imagen de su mujer y su hija, a las que ya sabía cuál era el final que les esperaba, y supo que su fin se aproximaba. Se sentó a la sombra de una palmera, de espaldas al horror, y se abandonó al recuerdo de los días que pasó con ellas, de la felicidad que sintieron mientras preparaban el viaje a Kanduh, al encuentro de lo que ellos anhelaban y que creyeron que sería su paraíso.