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lunes, 25 de febrero de 2013

Alegrías y relato



Primero:
El relato ¿A qué hueles hoy? me ha dado una doble alegría: por un lado, el comienzo, con esta ilustración, de  una relación artístico-comercial entre Juanlu y  yo y, por otro, La Esfera Cultural lo ha publicado, junto al dibujo,  y La Voz Silenciosa le ha puesto voz, si os apetece escucharlo pinchar aquí.



Segundo: 
Deberes Sanscliché

Nada que declarar
Aquel día me tocaba trabajar en la aduana de los vuelos internacionales que venían de Vietnam. Un trabajo lento y aburrido, en el que la única distracción era, si te tocaba en suerte, cazar algún alijo de drogas, escondido en los sitios más insospechados.  Cuando la cola de los pasajeros llegaba a su fin, unas manos delicadas dejaron en el mostrador un pasaporte. Levanté la vista y vi delante de mí a una joven con unos maravillosos ojos rasgados, unos labios carnosos, que sonrían y dejaban al descubierto una dentadura perfecta. Era preciosa. Con gran esfuerzo conseguí apartar la mirada y comprobar los datos del pasaporte. Para mi sorpresa la foto y los datos no correspondían con la viajera, eran los de un hombre. Al ver la expresión de mi cara comenzó a reír y, en un perfecto inglés, me explicó que era transexual y que venía a someterse a una intervención de cambio de sexo. Que llevaba un informe médico y un documento, expedido en su país, en el que lo especificaba todo. No hay que decir el chasco que me llevé. No tenía ni idea de qué era lo que tenía que hacer.  Para empezar, la aparté de la cola y la llevé a un despacho, mientras llamaba a instancias superiores que me comunicaron su desconocimiento de cómo había que proceder. Primero me dijeron que comparara sus huellas con las del pasaporte: eran las mismas. Después llamamos a su embajada y nos cercioramos de la veracidad de los documentos: eran válidos. Cuando pensaba que todo había acabado y que podía dejarla marchar apareció mi superior inmediato, un hombre corpulento, al que todos llamábamos Pigbull, por su aspecto de fiera a punto de atacar a cualquier viajero que le pareciera sospechoso: no hace falta aclarar que sus víctimas nunca eran del llamado Primer Mundo. Tras haberle puesto al día de los hechos, me preguntó si "a ese engendro" lo habíamos registrado por si llevaba oculta alguna mercancía ilegal, aprovechándose del desconcierto que generaba. Debí de poner cara de póquer porque me mandó cerrar la boca y que lo cacheara. Adelantando las disculpas y amparándome en que tenía que acatar órdenes, procedí al registro; ni que decir tiene que evité en todo momento sus partes privadas, por mi vergüenza y la suya. Una vez informé a mi superior sobre  lo infructuoso del cacheo, dimos por buena su documentación y la dejamos ir.  Meses después, y ya olvidado aquel asunto, recibí  una carta.  Era de ella. Agradecía mi comportamiento y me comunicaba que, gracias al paquete que escondía entre sus piernas  y que por mi pudor no descubrí, ya era una mujer completa.  Como posdata, me mandaba su número de teléfono. Si la llamé o no, aunque sé la curiosidad que despierta, lo contaré en otra ocasión.  Como adelanto os diré que, tras lo que ocurrió a continuación, nunca más me mandaron al departamento de aduanas.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Deberes Sanscliché



Necesitaba una imagen para este relato y la encontré en el blog de Juanlu (http://dididibujos.blogspot.com.es/), que, generosamente, me la cedió.


¿Dónde estás?
Ese martes de invierno era un día de mercado como otro cualquiera.  Seguíamos la misma rutina cada semana, primero hacíamos la lista de la compra, luego nos abrigábamos bien y, cuando ya estábamos preparadas, salíamos a la calle. En la primera parada nos esperaba un bocadillo de calamares, con el pan bien crujiente, que devorábamos en silencio. Una vez contentábamos a nuestros estómagos, ya era hora de ponernos en marcha. Nos gustaba dar un paseo por los puestos de la fruta y la verdura, la combinación del naranja de las mandarinas, junto al rojo de las fresas, contrastaba con el crudo de la coliflor y el verde de las alcachofas, un juego de colores y de olores que nos levantaba el ánimo en nuestro recorrido hacia el puesto del pescado, nuestro destino final.  Era mi preferido. Mientras ella hablaba con el pescadero, yo observaba las merluzas e imaginaba que movían sus bocas y cantaban, acompañadas de los boquerones y las almejas; reflejo de lo fresquitas que tenía las películas de Disney. Así me encontraba ese día, ensimismada mirando los ojos saltones de un pulpo, cuando la señora que estaba a mi lado me preguntó si estaba sola. ¿Sola? Me di la vuelta esperando encontrarla detrás de mí, pero no, no estaba. Un miedo enorme trepó desde la punta de mis pies hasta salirme a borbotones  en forma de lágrimas. Los puestos, los tenderos, las personas que me rodeaban crecieron hasta convertirse en gigantes que me atemorizaban, y las caras de los peces  adoptaron muecas terroríficas. Huí despavorida. Como un perro busqué su rastro entre los pantalones, las faldas, las botas, los mocasines, los zapatos de tacón,  que encontraba a mi paso.  Aterrorizada llegué a la puerta de salida, en la que me esperaba el ruido ensordecedor del tráfico. No me atreví a seguir adelante y me quedé quieta sin saber qué hacer. En ese momento recordé la advertencia que me hacía, cada vez que salíamos de casa, de que si me perdía no debía buscarla porque ella me encontraría. Más tranquila me senté en un escalón dispuesta a esperar. Cuánto tiempo pasó no lo recuerdo, pero lo que no he olvidado es la alegría que me invadió al oír la voz de mamá a mi espalda,  el alivio reflejado en su mirada y el calor de su abrazo y de sus besos.  

miércoles, 13 de febrero de 2013

Letras Zurdas

Como deberes, teníamos que escribir un relato en el utilizaramos frases nuestras que apareciesen en los ejercicios, de cinco minutos, de encuentros anteriores. Al inspirarme en unas pautas que me dieron NicolásEly y Jose Luis, el resultado ha sido un texto bastante más largo de lo que es habitual en mí y que podéis leer acontinuación.

Arrepentimiento Tardío


No esperaba que aquel fuera un día distinto a los demás, hasta que el periódico cayó en sus manos. Una curiosidad malsana la llevó a comenzar su lectura por las páginas de sucesos y obituarios. Distraída con tanto asesinato, se sobresaltó al leer una de las necrológicas. Hacía referencia al fallecimiento de Ramón Puig, destacado escritor de novela negra, con el que, hacía unos cuantos años, había vivido un tórrido romance, y del que no tenía noticias, desde hacía mucho tiempo. La última vez que coincidieron había sido, poco antes de que él desapareciera, en un programa de televisión en el que Ramón tuvo una disputa con un periodista de El Comunicador sobre los últimos recortes del gobierno que afectaban, sobre todo, al ámbito de la cultura. Un enfrentamiento tan violento que acabó con la expulsión del plató de ambos tertulianos. Después de esto, solo habían hablado el día en el que él la llamó para despedirse, antes de volar hacia Marruecos, donde pensaba pasar una larga temporada, consciente de que necesitaba tranquilizar su estado de permanente irritabilidad. Cerró el periódico y se dejó llevar por el recuerdo de su voz cuando la llamaba Mi pelirroja; de los silencios que habían compartido uno en brazos del otro; del amor volcánico que habían sentido, hasta que, sin más explicación, él comenzó a acusarla de querer sacar provecho de su relación, de querer beneficiarse de las personas que le podía presentar. Así día tras día hasta que le dijo que no podía confiar más en ella, que, desde que la conoció, no podía escribir, que ella le chupaba la sangre y le dejaba sin ideas, que era nociva para su creatividad, que todo había acabado y que no quería volverla a ver.
Unos recuerdos que la entristecieron pero, no lo suficiente, como para que no quisiera saber qué había ocurrido. Llamó a Jesús, el mejor amigo del novelista y compañero suyo en la radio, y quedaron para cenar. Aquella noche, en homenaje a Ramón, se puso aquella falda de colores que a él tanto le gustaba y se dirigió hacia el restaurante donde habían quedado. Se dejaron de preámbulos y la conversación giró, en todo momento, sobre el fallecido. No había mucho que contar. Aunque Ramón pasó unos años aislado de todo lo que pasaba en nuestro país, en los que solo mantuvo el contacto con unos pocos amigos, no encontró la paz que buscaba y lo único que había escrito era  un libro de tauromaquia y otro de relatos cortos, que todavía no se había publicado. De la manera que había muerto y de sus últimos días, Jesús no quiso contarle nada. Le dio un ejemplar del libro y le dijo que lo que quería saber lo encontraría entre sus páginas. Se despidieron con un fuerte abrazo, unas palabras cariñosas y con la promesa de reunirse de vez en cuando.
No comenzó la lectura en seguida, necesitó unos días para poder enfrentarse a una historia que, intuía, le dejaría una herida en su corazón. Transcurrida una semana, se sentó en su sillón preferido y abrió el libro. Lo primero que encontró fue una dedicatoria: Tus cabellos de fuego arden en mis recuerdos. Las lágrimas bañaron de tristeza sus mejillas y, durante unos instantes,  dejó salir el dolor que tanto tiempo reprimía, hasta sentirse tan vacía que, nada de lo que leyera, podría con ella.
En los primeros relatos se vislumbraba el convencimiento de que ella le había mentido al decirle que le amaba; en los siguientes, su ánimo se había calmado y empezaba a dudar de sí mismo, de si no estaría equivocado; en los últimos, le pedía perdón, se lamentaba de su error y de su incapacidad de enmendarlo. El epílogo era una despedida. En él hablaba de un tuareg que, ante un destino que lo obligaba a abandonar, para siempre, su vida nómada, se adentraba en el desierto en plena tormenta de arena, sin agua y sin más compañía que las estrellas y el paisaje que tanto amaba, para dejarse morir.
Concluida la lectura, ya no quería saber la manera en la que Ramón se había ido, qué más daba, sus palabras quedarían para siempre. Una lástima que, solo ella y unos pocos, supieran cuánto amor se escondía entre ellas.