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jueves, 21 de noviembre de 2013

Marina mía II

Segundo intento para una declaración de amor con cuatro letras.

Verano de 1992


Si su padre estuviera aquí, observándola en silencio, en algún momento lo rompería al decirle "Marinita cuatro ojos capitán de los piojos" y sé que se mirarían y se sonreirían mientras yo, al margen de su complicidad, descubriría en cada uno el reflejo del otro. Da igual que mirara a mi derecha o a mi izquierda, lo que encontraría son unas cejas perfectamente dibujadas enmarcando unos ojos grandes, despiertos, que, junto a unos labios que parecen coloreados, me contarían, cada día, sin necesidad de una palabra, sus alegrías o sus tristezas. Una nariz pequeña, que ella acariciaría con sus dedos índice y corazón en un gesto de impaciencia, de concentración, mientras leyera, nos hablara, nos mirara, soñara. Y aunque diera un salto por el resto de su cuerpo, me detendría en sus manos pequeñas, muy pequeñas, y exactas. En las de él podría ver las huellas que, tal vez, dejaría el paso del tiempo en las de ella y me entretendría acariciando la una, la otra, la de los dos a la vez.  Y continuaría, callada, estudiando su parecido; escuchando cómo sus voces hablaban en la misma clave, acompasadas. Hasta que al final  los vería abrazarse para conformar un par sin fisuras, tan solo con un mínimo espacio para mí. Y no me importaría que mi sitio fuera pequeño. Por que, en ese instante, serían míos, aunque no lo supieran, serían míos; hasta que se levantaran, se despidieran y fueran de otros.

Para ella, para que deje de lloriquear.

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El primer intento lo podéis encontrar aquí

domingo, 10 de noviembre de 2013

Paso a paso, camino a camino, camiño a camiño



Lo que se lleva el camiño


Harta de verme fea, mayor, ojerosa, en las fotografías de los últimos veranos, decidí que la única parte de mi cuerpo, que todavía era fotogénica, eran mis pies, así que los preparé a conciencia para las sesiones a las que los iba a someter. Unas cuantas horas a remojo, un buen cepillado y cualquier resto de cansancio había desaparecido, ya solo me quedaba tintar la uñas de aquel esmalte rojo coral que guardaba para alguna ocasión especial. Una pena tener que esconderlos ahora tan limpitos y atractivos. Pero, bueno, sí o sí, las chirucas eran el mejor calzado para recorrer el camino que me llevaría al destino elegido, Santiago. Días de penuria, de kilómetros andados, fueron endureciendo mis talones, cubriendo mis dedos de llagas como si las arrugas, la flacidez de mis mejillas, hubieran descendido hasta ellos. Pero, aunque me sentía derrotada, no hubo fuente, paisaje, taberna que no fuera fotografiada con mis pies en primer plano. Un disparate para mis acompañantes pero un consuelo para mí. El camino se hizo duro; los kilos de más, la edad, nos pasaron factura hasta que llegamos a la plaza del Obradoiro. Y allí me encontraba, en medio de tanto peregrino, de cara a la catedral, dispuesta a cumplir la promesa que me había hecho. Con todo el cuidado me senté en mitad de la plaza, preparé la cámara a un lado, me quité las botas, los calcetines, y dejé que los pies se airearan, jugueteando con los dedos, mientras que el calor de ese día magnífico los aliviaba y, cuando ya me sentí dispuesta, con un gran esfuerzo, levanté las piernas para que los pies quedaran en primer término y, al fondo, la inmensidad del edificio y lo hice o, mejor dicho, la hice, disparé la cámara, y esa imagen, tan soñada, quedó inmortalizada. Durante unos minutos aguanté las risas de mis compañeros de viaje, hasta que les di la
espalda y comencé a caminar sin volverme, sin saber si me seguían, dejando atrás el peso de un pasado con el que llevaba a cuestas demasiados años. Deambulé por las calles deshaciéndome poco a poco de todo mi equipaje, sintiéndome cada vez más ligera. Encontré un pequeño albergue en el que me alojé durante muchos días, en los que dejé que los minutos, las horas, transcurrieran sin ningún control, libre de ataduras y culpas. Paseé por el cauce arbolado del río Sarela, subí al mirador del Monte Pedroso, seguí a los caminantes hasta el Monte do Gozo, descubrí cada rincón de esta ciudad,  sin más compañía que mi soledad. Me sentí liberada, tranquila, feliz. El murmullo de las hojas, del viento, del agua, fue lo único que escuché, ningún pensamiento tuvo cabida. Y, hoy, tiempo después, da igual cuánto, solo importa que soy otra, me encuentro en el kilómetro cero de mi renacimiento, viviendo de lo que gano en un puestecito en el que vendo postales con paisajes del camino, con mis pies como protagonistas, y las fotografías que les hago a los peregrinos de sus pies ante la fachada de la catedral. Mis pasos me trajeron aquí y no sé adónde me llevarán, de lo que sí estoy segura es de que mis ojeras, mis arrugas, desde aquel día, se difuminan, con la luz recuperada de mis ojos,  y  de que ya no me importa, incluso me gusta, salir de cuerpo entero.