La cena se enfriaba en la mesa y, por más que te llamaba, no me hacías caso. Así que con manos temblorosas fui retirando los platos, los cubiertos, pero dejé tu copa. Me vestí, maquillé las señales de dolor, vacié la caja fuerte, dejé una nota de despedida y abrí la puerta de la calle. Al oirte gritar -¿dónde está la cena?- di un portazo y salí corriendo. Imagino que te extrañó el sabor a almendras amargas del vino, pero es que lo pusiste en bandeja cuando, delante de todos, me dijiste -si me dejas, me mato-. Ahora, gracias a ti, estoy a salvo, nadie me busca, y, tú estás más que muerto y enterrado.
Cementerio de Estambul
3 comentarios:
Que buen final Ana, me ha encantado.
Besos desde el aire
No está bien, pero ¿cuántas veces querríamos ser jueces y verdugos de los malos?
Yo siempre de ambas
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