Si no voy al teatro, me muero.
Si no voy al cine, me muero.
Si no leo un libro, me muero.
Si no veo una exposición, me muero.
Me muero sin la cultura.
Me matan sin la cultura.
Me callan sin la cultura.
Me callan con los deportes.
Me embalsaman con un pisito.
Me embalsaman con el colegio privado.
Me embalsaman con las relaciones sociales.
Y al final, me embalsaman con lo que me gano, pero, no, con lo que me merezco.
Adios cultura.
Adios criterio.
Bienvenido don Dinero.
Para esta ilustración de Juanlu, escribí el relato que sigue y que publicaron, al día siguiente de mandarlo, en La Esfera Cultural pero, una pena, sin el dibujo. Culpa mía por no habérselo enviado a tiempo, no esperaba que lo publicaran y, menos, tan rápido. Pero aquí lo tenéis para que lo disfrutéis tanto como yo.
Horizonte triangular
Solo un triangulito de tela me separa de la total desnudez. Si miro al horizonte y te busco en la distancia, te encontraré mirándome, a través de los prismáticos. Seguro que una de tus fantasías es que un golpe de mar deshaga los pequeños lazos que descansan en mis caderas y que la frondosidad que imaginas entre mis piernas se muestre tan solo ante ti. Creo que voy a simular que no puedo luchar contra la corriente a ver si, de una vez, bajas de tu torre de vigilancia, me tomas en tus brazos y me devuelves el aliento al juntar tus labios a los míos. El verano está punto de terminar y, por lo que veo, detrás de un torso perfecto, de unos muslos fuertes, torneados, se esconde un tímido enfermizo. No pasa nada, mi aspecto delicado esconde una mujer decidida, apasionada. Ya lo verás cuando te atrape con mis piernas y no te deje marchar. No sé si, entonces, desearás que hubiera sido una sirena.
Para continuar con las colaboraciones con Juanlu:
Esta ilustración la hizo para mi relato 3.10 minutos de encantamiento. ¿A que son maravillosos esos labios rojos, esa mirada tan complice, a que parece que están bailando y amando de verdad?
No sabe que cada día,
sobre las 8, hora en la que se levanta, me acerco a la esquina de la calle
desde donde puedo ver el balcón de su
dormitorio, a la espera de cualquier movimiento de las cortinas. Si estuviera
en el primer piso de la finca de enfrente, conociendo lo poco cuidadosa que
es, podría distinguir su silueta desnuda
delante del espejo de su armario, mientras elige qué prendas se va a poner. Sé
que disfrutaría viendo cómo se cubre los pechos con un sujetador claro, no le
gustan los colores llamativos en la ropa interior, y cómo escoge el tamaño de
sus braguitas, según se vaya a poner un pantalón ajustado o un vestido vaporoso.
Pero me conformo imaginando sus movimientos, a la vez que esquivo las miradas
curiosas de los vecinos. Alguno de ellos ha empezado a incomodarse, por lo que tendré que agenciarme alguna excusa
que justifique mi presencia, diaria e impasible, o, lo mejor, comenzaré a saludarles. Un hola a
tiempo y sonriente eliminará cualquier sospecha y convertirá mi persona en una
más del barrio; pasaré a ser alguien de confianza. Aunque esto lo dejo para otra
ocasión. Ahora son las 8.45, hora en la que sale presurosa para irse a
trabajar; oportunidad que aprovecho para colarme en el portal, subir las
escaleras, acercarme a la entrada de su casa, apoyar la frente en su puerta e
inspirar la estela de su perfume. No puedo evitar la erección que me provoca y
me escondo en un rincón del rellano para desahogar esta excitación tan
dolorosa. Paso las horas siguientes deambulando por las calles, descontando los
minutos que quedan para su regreso. Horas interminables que merecen la pena cuando la veo aparecer,
con un aspecto mucho más desaliñado, que me inspira unas ganas terribles de
cuidarla. Sabría cómo reconfortarla. Pero aún no es mi momento, ahora tengo que resignarme con las tres o cuatro llamadas que le haré a continuación. Primero
me quedaré en silencio, después será un suave jadeo lo que escuche y, como
regalo final, la deleitaré con una respiración agitada mientras me masturbo al
escuchar su voz, asustada, cuando me pregunta quién soy. No puede engañarme, lo
sabe y me desea lo mismo que yo a ella. Le gusta jugar tanto como a mí, sino ya
habría avisado a la policía. No me importan sus insultos, sus gritos,
pidiéndome que la deje en paz, ya queda poco para que pueda mirarme a los ojos,
muy cerca el uno del otro, y confiese sus verdaderos sueños. Lo desea, si no ¿por
qué dejó olvidadas las llaves en la cerradura? Me divierten sus despistes
fingidos. Comienza a anochecer y el momento, con el que los dos hemos soñado,
se acerca. Subo lentamente las escaleras, recorro el pasillo, me detengo
delante de su casa; necesito controlar la emoción del encuentro e inspiro
profundamente mientras abro la puerta. Me recibe tal oscuridad y silencio que
mis fantasías se descontrolan. Recorro con la mirada el espacio en el que
tantas veces la he imaginado desnuda, sumisa. Una suave luz se distingue al
fondo del corredor, sonrío mientras me acerco al dormitorio en el que sé que me
espera. Abro con cuidado, entro en la habitación en el instante que un dolor
intenso me ciega. Cuando recupero la visión la veo de pie delante de mí, me observa
con una mirada que me aterroriza. Se sienta a horcajadas sobre mi cintura, acerca
sus labios a mi oído y con voz muy suave me susurra, mientras juguetea
con las tijeras que lleva en la mano: “¡inocente!, el juego comienza ahora”.
Basándome en algunos hechos que me han ocurrido este verano, sobre todo en unas llamadas que he recibido un par de días, he escrito este relato de ficción. Ficción que se puede hacer realidad, si me topo con el autor de las llamadas. Yo y mis tijeras (no he equivocado el orden) sumaríamos, a la lista, un nuevo "castrati"
Llevo tantísimo tiempo sin escribir que he perdido la perspectiva y no distingo la calidad de lo que he escrito, y si, ya antes, no solía corregirlos y los publicaba tal cual por qué no ahora, así que os lo dejo a vosotros; las críticas, los comentarios, serán, muy, muy, muy, bienvenidos.
Los textos siguientes comparten alguna frase porque están escritos durante la misma noche. Como con el primero no supe continuar, volví a empezar.
Aquí va un poquito de calor para estas noches tan desapacibles del Mediterráneo. Déjate llevar
No hace falta que sigas tarareándome al oído
Déjate llevar, no he olvidado su letra. Desde aquel día, en el concierto
de Coque Malla, en el que te conocí, no he dejado de cantarla. Sé que esta vez
es distinto, antes era yo la que quería que te dejaras llevar y ahora eres tú
el que me persigues, el que quiere que levante el pie del freno. De momento no
lo estás haciendo mal, el calor de tus manos al recorrer mis muslos, me ha
cortado la respiración. ¡Qué absurda! No paro de hablar, estoy aterrorizada. No
miento cuando te digo que siento como si fuera la primera vez, cuántos años
han pasado sin que nos hayamos visto. Bésame y a lo mejor guardo silencio. ¡Ay!, tus labios. ¿Si abro los ojos
estarás ahí o este será otro de mis sueños en los que me pierdo entre tus
brazos y me besas y me muerdes? Mírame mientras nuestras lenguas se enredan, tu
saliva sigue recordándome el sabor de la fruta, no quiero parar aunque me falte
el aire. Tus dedos se acercan al elástico de las braguitas y, aunque me asusto
y te digo que pares, abro las piernas. Apartas la mano sonriéndome, veo en tus
ojos cómo disfrutas.
¿Cómo voy a dormir si el calor de tus manos no desaparece de
mis muslos? Este fue el primero de los mensajes que él recibió aquella noche.
¿Ahora, qué quería? Hacía una hora que le había dicho que quería acostarse con
ella y lo había rechazado. No le contestó. A partir de ahí se sucedieron cuatro
mensajes más. “Todavía me duelen los labios por tus besos”. A él también. “Me
gustaría que nuestras lenguas se volvieran a enredar y beber de tu saliva”. La
de ella le había recordado el sabor de la fruta. “Quiero que me acaricies”.
Cómo. En el cuarto mensaje le enviaba una foto en la que se la veía desnuda y
le decía que la llamara por Skype. Estaba tan excitado que no se lo pensó.
Cogió el portátil, se tumbó en la cama y la llamó. Un minuto después la tenía
frente a él, al otro lado de la pantalla. Estaba sentada delante del ordenador,
no se le veían mas que la cara y los hombros. Sin decirle una palabra, comenzó
a acariciarse la boca, a lamerse los labios. Él se mordió los suyos. Se acarició el pelo, moviendo la cabeza lentamente, de un lado para otro, y sonrió
al oírlo suspirar. Le pidió que guardara silencio, se desnudara; quería
ver cómo desabrochaba los botones de la camisa hasta dejar su torso al aire
y le pedía que pasara sus manos por él hasta llegar a la cintura, que se
quitara los pantalones y se quedara de pie. Entonces ella también se levantó,
dejándole ver unos pechos grandes, la curva de su cintura, de sus caderas, unos
muslos potentes que enmarcaban la
pelusilla de su pubis. La vio chuparse los dedos, dibujarse el contorno de la barbilla, descender por el cuello, juguetear con los pezones, deslizarlos por el
vientre, comenzar a acariciarse entre
las piernas, mientras le ordenaba que se tocara, primero suavemente, después un
poco más deprisa, que acelerara el movimiento de su mano para acompasarlo al
ritmo de sus dedos. Con la voz entrecortada le dijo que siguiera, “más rápido,
más rápido”. Dejó de hablar. Solo se escucharon los jadeos y el roce de sus
manos con la piel hasta que la vio arquear la espalda, a la vez que un grito de ella atravesó la pantalla y lo arrastró a un
orgasmo intenso, paralelo. Se quedó quieto, con los ojos cerrados, intentando frenar
los latidos del corazón y calmar su respiración descontrolada, antes de
levantar la mirada. Pero el aviso de un mensaje sonó en el móvil. Fue el quinto
y último de aquella noche. “Ven, ahora sí quiero que seas tú con tus labios, tu
lengua, tus manos y tus dedos…”
Esta vez teníamos que escribir un relato sin adjetivos y, aunque puede parecer lo contrario, no me ha costado tanto tiempo como el que he estado ausente.
Edén El Africano
Las había dejado
en mitad del desierto, con la promesa de que volvería a buscarlas. No recordaba
las horas que habían pasado desde la despedida, ni podía calcular los kilómetros
que llevaba andados, pero sí tenía la
seguridad de que, con el agua que le quedaba, no iba a llegar lejos; por eso esperaba haber acertado en sus cálculos de que Kanduh estuviera
cerca. De vez en cuando utilizaba las manos, a modo de anteojos, e intentaba
distinguir qué había en su horizonte. Una de esas veces creyó ver unas casas en
la lejanía. El corazón se le desbocó de tal forma que tuvo que hacer un
esfuerzo para calmarlo, con el trago que le quedaba en la botella. En cuanto consiguió
que sus latidos se serenaran, retomó el camino, dispuesto a no parar hasta
llegar a su destino. Un recorrido de horas bajo un sol, cuyo objetivo parecía que
fuera concentrar sus rayos en la figura de este hombre. Cuando se encontraba a
unos 200 metros, hizo un alto para estudiar qué se podía encontrar. Solo era
una aldea, en la que, por más que observó, no se veía movimiento, ni se
escuchaban voces. Llegó a la casa que encontró primero y llamó a la puerta;
tras unos minutos de espera, en los no obtuvo respuesta, se dirigió a la
siguiente y así, una tras otra, repitió el proceso.
Al no contestarle
nadie, un sentimiento de pesadumbre se apoderó de él. Pero no fueron más que instantes
hasta que tomó la decisión de seguir por un sendero que llevaba a un grupo de
palmeras, que podía indicar que allí había agua. Mientras recorría la distancia, paseó
la mirada por la belleza de los colores del paisaje, de las sombras que el Sol
dibujaba sobre la arena, del viento que parecía susurrarle al oído mensajes de
ánimo, pero la realidad lo golpeó brutalmente cuando se encontró el cuerpo
sin vida de una anciana. Ese fue el comienzo de una escena que lo aterrorizó. La
visión de un camino sembrado de cadáveres de mujeres, de niños, que lo guió
hasta lo que debía ser el pozo que abastecía al pueblo, al que no le quedaba ni
una gota de agua, como a él. Se derrumbó y la pena que se adueñó de su corazón
brotó en forma de alaridos que se unieron a los graznidos de los cuervos, que
le sobrevolaban. El rostro de la muerte que lo rodeaba se impuso a la imagen de
su mujer y su hija, a las que ya sabía cuál era el final que les esperaba, y supo
que su fin se aproximaba. Se sentó a la sombra de una palmera, de espaldas al
horror, y se abandonó al recuerdo de los días que pasó con ellas, de la
felicidad que sintieron mientras preparaban el viaje a Kanduh, al encuentro de
lo que ellos anhelaban y que creyeron que sería su paraíso.
Me parece una campaña preciosa en su simplicidad. El primer recuerdo que yo he guardado en este Banco es el 35781 y lo podéis leer aquí. Os animo a participar, bien con un recuerdo propio o apadrinando alguno de los guardados en esas cajas de madera.
Primero: El relato ¿A qué hueles hoy? me ha dado una doble alegría: por un lado, el comienzo, con esta ilustración, de una relación artístico-comercial entre Juanluy yo y, por otro, La Esfera Cultural lo ha publicado, junto al dibujo, y La Voz Silenciosa le ha puesto voz, si os apetece escucharlo pinchar aquí.
Segundo:
Deberes Sanscliché
Nada que
declarar
Aquel día me
tocaba trabajar en la aduana de los vuelos internacionales que venían de
Vietnam. Un trabajo lento y aburrido, en el que la única distracción era, si te
tocaba en suerte, cazar algún alijo de drogas, escondido en los sitios más
insospechados. Cuando la cola de los
pasajeros llegaba a su fin, unas manos delicadas dejaron en el mostrador un
pasaporte. Levanté la vista y vi delante de mí a una joven con unos maravillosos
ojos rasgados, unos labios carnosos, que sonrían y dejaban al descubierto una
dentadura perfecta. Era preciosa. Con gran esfuerzo conseguí apartar la mirada
y comprobar los datos del pasaporte. Para mi sorpresa la foto y los datos no
correspondían con la viajera, eran los de un hombre. Al ver la expresión de mi
cara comenzó a reír y, en un perfecto inglés, me explicó que era transexual y
que venía a someterse a una intervención de cambio de sexo. Que llevaba un
informe médico y un documento, expedido en su país, en el que lo especificaba todo.
No hay que decir el chasco que me llevé. No tenía ni idea de qué era lo que
tenía que hacer. Para empezar, la aparté
de la cola y la llevé a un despacho, mientras llamaba a instancias superiores
que me comunicaron su desconocimiento de cómo había que proceder. Primero me
dijeron que comparara sus huellas con las del pasaporte: eran las mismas.
Después llamamos a su embajada y nos cercioramos de la veracidad de los
documentos: eran válidos. Cuando pensaba que todo había acabado y que podía
dejarla marchar apareció mi superior inmediato, un hombre corpulento, al que
todos llamábamos Pigbull, por su aspecto de fiera a punto de atacar a cualquier
viajero que le pareciera sospechoso: no hace falta aclarar que sus víctimas
nunca eran del llamado Primer Mundo. Tras haberle puesto al día de los hechos,
me preguntó si "a ese engendro" lo habíamos registrado por si llevaba
oculta alguna mercancía ilegal, aprovechándose del desconcierto que generaba.
Debí de poner cara de póquer porque me mandó cerrar la boca y que lo cacheara.
Adelantando las disculpas y amparándome en que tenía que acatar órdenes,
procedí al registro; ni que decir tiene que evité en todo momento sus partes
privadas, por mi vergüenza y la suya. Una vez informé a mi superior sobre lo infructuoso del cacheo, dimos por buena su
documentación y la dejamos ir. Meses
después, y ya olvidado aquel asunto, recibí
una carta. Era de ella. Agradecía
mi comportamiento y me comunicaba que, gracias al paquete que escondía entre
sus piernas y que por mi pudor no
descubrí, ya era una mujer completa.
Como posdata, me mandaba su número de teléfono. Si la llamé o no, aunque
sé la curiosidad que despierta, lo contaré en otra ocasión. Como adelanto os diré que, tras lo que
ocurrió a continuación, nunca más me mandaron al departamento de aduanas.
Necesitaba una imagen para este relato y la encontré en el blog de Juanlu (http://dididibujos.blogspot.com.es/), que, generosamente, me la cedió.
¿Dónde estás?
Ese martes de
invierno era un día de mercado como otro cualquiera. Seguíamos la misma rutina cada semana,
primero hacíamos la lista de la compra, luego nos abrigábamos bien y, cuando ya
estábamos preparadas, salíamos a la calle. En la primera parada nos esperaba un
bocadillo de calamares, con el pan bien crujiente, que devorábamos en silencio.
Una vez contentábamos a nuestros estómagos, ya era hora de ponernos en marcha.
Nos gustaba dar un paseo por los puestos de la fruta y la verdura, la
combinación del naranja de las mandarinas, junto al rojo de las fresas,
contrastaba con el crudo de la coliflor y el verde de las alcachofas, un juego
de colores y de olores que nos levantaba el ánimo en nuestro recorrido hacia el
puesto del pescado, nuestro destino final.
Era mi preferido. Mientras ella hablaba con el pescadero, yo observaba las merluzas e imaginaba que movían sus bocas y cantaban, acompañadas de los
boquerones y las almejas; reflejo de lo fresquitas que tenía las películas de
Disney. Así me encontraba ese día, ensimismada mirando los ojos saltones de un pulpo, cuando la señora que estaba a mi lado me preguntó si estaba sola. ¿Sola?
Me di la vuelta esperando encontrarla detrás de mí, pero no, no estaba. Un
miedo enorme trepó desde la punta de mis pies hasta salirme a borbotones en forma de lágrimas. Los puestos, los
tenderos, las personas que me rodeaban crecieron hasta convertirse en gigantes
que me atemorizaban, y las caras de los peces
adoptaron muecas terroríficas. Huí despavorida. Como un perro busqué su
rastro entre los pantalones, las faldas, las botas, los mocasines, los zapatos
de tacón, que encontraba a mi paso. Aterrorizada llegué a la puerta de salida, en
la que me esperaba el ruido ensordecedor del tráfico. No me atreví a seguir
adelante y me quedé quieta sin saber qué hacer. En ese momento recordé la
advertencia que me hacía, cada vez que salíamos de casa, de que si me perdía no
debía buscarla porque ella me encontraría. Más tranquila me senté en un escalón
dispuesta a esperar. Cuánto tiempo pasó no lo recuerdo, pero lo que no he
olvidado es la alegría que me invadió al oír la voz de mamá a mi espalda, el alivio reflejado en su mirada y el calor
de su abrazo y de sus besos.