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El Mirón, Max Fund |
¡Sorpresa!
No sabe que cada día,
sobre las 8, hora en la que se levanta, me acerco a la esquina de la calle
desde donde puedo ver el balcón de su
dormitorio, a la espera de cualquier movimiento de las cortinas. Si estuviera
en el primer piso de la finca de enfrente, conociendo lo poco cuidadosa que
es, podría distinguir su silueta desnuda
delante del espejo de su armario, mientras elige qué prendas se va a poner. Sé
que disfrutaría viendo cómo se cubre los pechos con un sujetador claro, no le
gustan los colores llamativos en la ropa interior, y cómo escoge el tamaño de
sus braguitas, según se vaya a poner un pantalón ajustado o un vestido vaporoso.
Pero me conformo imaginando sus movimientos, a la vez que esquivo las miradas
curiosas de los vecinos. Alguno de ellos ha empezado a incomodarse, por lo que tendré que agenciarme alguna excusa
que justifique mi presencia, diaria e impasible, o, lo mejor, comenzaré a saludarles. Un hola a
tiempo y sonriente eliminará cualquier sospecha y convertirá mi persona en una
más del barrio; pasaré a ser alguien de confianza. Aunque esto lo dejo para otra
ocasión. Ahora son las 8.45, hora en la que sale presurosa para irse a
trabajar; oportunidad que aprovecho para colarme en el portal, subir las
escaleras, acercarme a la entrada de su casa, apoyar la frente en su puerta e
inspirar la estela de su perfume. No puedo evitar la erección que me provoca y
me escondo en un rincón del rellano para desahogar esta excitación tan
dolorosa. Paso las horas siguientes deambulando por las calles, descontando los
minutos que quedan para su regreso. Horas interminables que merecen la pena cuando la veo aparecer,
con un aspecto mucho más desaliñado, que me inspira unas ganas terribles de
cuidarla. Sabría cómo reconfortarla. Pero aún no es mi momento, ahora tengo que resignarme con las tres o cuatro llamadas que le haré a continuación. Primero
me quedaré en silencio, después será un suave jadeo lo que escuche y, como
regalo final, la deleitaré con una respiración agitada mientras me masturbo al
escuchar su voz, asustada, cuando me pregunta quién soy. No puede engañarme, lo
sabe y me desea lo mismo que yo a ella. Le gusta jugar tanto como a mí, sino ya
habría avisado a la policía. No me importan sus insultos, sus gritos,
pidiéndome que la deje en paz, ya queda poco para que pueda mirarme a los ojos,
muy cerca el uno del otro, y confiese sus verdaderos sueños. Lo desea, si no ¿por
qué dejó olvidadas las llaves en la cerradura? Me divierten sus despistes
fingidos. Comienza a anochecer y el momento, con el que los dos hemos soñado,
se acerca. Subo lentamente las escaleras, recorro el pasillo, me detengo
delante de su casa; necesito controlar la emoción del encuentro e inspiro
profundamente mientras abro la puerta. Me recibe tal oscuridad y silencio que
mis fantasías se descontrolan. Recorro con la mirada el espacio en el que
tantas veces la he imaginado desnuda, sumisa. Una suave luz se distingue al
fondo del corredor, sonrío mientras me acerco al dormitorio en el que sé que me
espera. Abro con cuidado, entro en la habitación en el instante que un dolor
intenso me ciega. Cuando recupero la visión la veo de pie delante de mí, me observa
con una mirada que me aterroriza. Se sienta a horcajadas sobre mi cintura, acerca
sus labios a mi oído y con voz muy suave me susurra, mientras juguetea
con las tijeras que lleva en la mano: “¡inocente!, el juego comienza ahora”.
Basándome en algunos hechos que me han ocurrido este verano, sobre todo en unas llamadas que he recibido un par de días, he escrito este relato de ficción. Ficción que se puede hacer realidad, si me topo con el autor de las llamadas. Yo y mis tijeras (no he equivocado el orden) sumaríamos, a la lista, un nuevo "castrati"