Esta vez teníamos que escribir un relato sin adjetivos y, aunque puede parecer lo contrario, no me ha costado tanto tiempo como el que he estado ausente.

Edén El Africano
Las había dejado
en mitad del desierto, con la promesa de que volvería a buscarlas. No recordaba
las horas que habían pasado desde la despedida, ni podía calcular los kilómetros
que llevaba andados, pero sí tenía la
seguridad de que, con el agua que le quedaba, no iba a llegar lejos; por eso esperaba haber acertado en sus cálculos de que Kanduh estuviera
cerca. De vez en cuando utilizaba las manos, a modo de anteojos, e intentaba
distinguir qué había en su horizonte. Una de esas veces creyó ver unas casas en
la lejanía. El corazón se le desbocó de tal forma que tuvo que hacer un
esfuerzo para calmarlo, con el trago que le quedaba en la botella. En cuanto consiguió
que sus latidos se serenaran, retomó el camino, dispuesto a no parar hasta
llegar a su destino. Un recorrido de horas bajo un sol, cuyo objetivo parecía que
fuera concentrar sus rayos en la figura de este hombre. Cuando se encontraba a
unos 200 metros, hizo un alto para estudiar qué se podía encontrar. Solo era
una aldea, en la que, por más que observó, no se veía movimiento, ni se
escuchaban voces. Llegó a la casa que encontró primero y llamó a la puerta;
tras unos minutos de espera, en los no obtuvo respuesta, se dirigió a la
siguiente y así, una tras otra, repitió el proceso.
Al no contestarle
nadie, un sentimiento de pesadumbre se apoderó de él. Pero no fueron más que instantes
hasta que tomó la decisión de seguir por un sendero que llevaba a un grupo de
palmeras, que podía indicar que allí había agua. Mientras recorría la distancia, paseó
la mirada por la belleza de los colores del paisaje, de las sombras que el Sol
dibujaba sobre la arena, del viento que parecía susurrarle al oído mensajes de
ánimo, pero la realidad lo golpeó brutalmente cuando se encontró el cuerpo
sin vida de una anciana. Ese fue el comienzo de una escena que lo aterrorizó. La
visión de un camino sembrado de cadáveres de mujeres, de niños, que lo guió
hasta lo que debía ser el pozo que abastecía al pueblo, al que no le quedaba ni
una gota de agua, como a él. Se derrumbó y la pena que se adueñó de su corazón
brotó en forma de alaridos que se unieron a los graznidos de los cuervos, que
le sobrevolaban. El rostro de la muerte que lo rodeaba se impuso a la imagen de
su mujer y su hija, a las que ya sabía cuál era el final que les esperaba, y supo
que su fin se aproximaba. Se sentó a la sombra de una palmera, de espaldas al
horror, y se abandonó al recuerdo de los días que pasó con ellas, de la
felicidad que sintieron mientras preparaban el viaje a Kanduh, al encuentro de
lo que ellos anhelaban y que creyeron que sería su paraíso.