
No debía de medir más de un metro setenta y, sin embargo, lo recuerdo como si tuviera la altura de un gigante. Con el pelo y la barba cubiertos de canas, la tez bronceada, y la pipa colgando de sus labios, era la viva imagen de un lobo de mar. A pesar de que durante la mayor parte de las horas del día lo dominaba un humor huraño y protestón, le gustaba estar acompañado; sobre todo de mi abuela que, con una sonrisa o riñéndolo como a un niño, sabía cómo despertarle a la realidad cuando los recuerdos lo embargaban de melancolía.
Y, ése, era el momento que más nos gustaba. A su llamada, corríamos a su lado, deseando que nos hipnotizara con su voz, grave y cadenciosa, mientras nos contaba una de las aventuras que le habían ocurrido en alta mar.
Pero, hoy, en su memoria y como parte de su legado, tras muchos años pasados desde su muerte, soy yo el que voy a relataros una de las historias que nos hizo vivir a través de sus palabras.
Aquel 3 de mayo de 1941, tras 30 días sin avistar tierra, habiendo dejado Estambul a sus espaldas y con destino al golfo de Méjico, se encontraba en su camarote estudiando sobre la carta de navegación el rumbo que debían seguir, cuando el barco dio un fuerte balanceo. Sorprendido salió a cubierta y encontró a toda la tripulación que, extrañada, observaba como unas nubes negras cubrían veloces el cielo, un fuerte viento hinchaba las velas y las olas crecían rápidamente de tamaño. Para que no se rompieran los palos, dio la orden de que, sin demora, se plegara el velamen, y puso el barco proa a la mar. Fueron horas de una lucha titánica, en un duelo entre la cáscara de nuez, en la que se habían convertido, y el océano, que les ofrecía su cara más temible. Olvidaron el miedo, y todos a una, marineros y oficiales, pelearon contra la fuerza inconmovible de la naturaleza. Y aunque, en más de una ocasión, estuvieron a punto de dar la vuelta y creyeron que morirían ahogados, vencieron. El amanecer llegó acompañado de un sol reluciente y con el agua totalmente en calma. Una vez descansaron de la tensión que se había alojado en sus huesos, y con la nave, a pesar de los desperfectos, lista, continuaron la travesía.
Cinco días más de navegación hasta llegar a su destino; cinco interminables días hasta que pudieron pisar tierra y celebrar que habían sobrevivido. Y eso hicieron. Plegaron velas, ataron los cabos, contrataron a un guardián y se dirigieron a la primera taberna que encontraron en ese muelle de pescadores. Pidieron la bebida más fuerte que tuvieran y brindaron por la vida, por su indestructible barco el "Buen destino", por la tripulación, por el capitán, por la compañía y, brindis tras brindis, fue cayendo una botella tras otra. Hasta que, en el último sorbo, la cara del contramaestre se crispó y de su boca salió una serpiente, que, atontada, trató de huir deslizándose por la mesa. En ningún instante de la galerna que los azotó afloró tanto terror como el que vio en ese momento en los ojos de cada uno de los presentes. No pudo con ellos la tormenta, peso sí estuvo a punto de rematarlos del susto ese ofidio macerado.
Y aquí acaba esta historia. Verdadera o falsa, qué más da. Lo importante es que cada vez que veáis la serpiente, dentro de la botella que guardo celosamente, recordaréis al protagonista de este cuento y, así, habré cumplido la promesa que le hice a mi abuelo, de mantenerlo vivo en la memoria.
La ilustración la he tomado prestada de Sara. Os animo a hacerle una visita en
http://microrelatosilustrados.blogspot.com/ ; disfrutaréis de sus relatos y dibujos.